Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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sábado, 17 de julio de 2010

En el Laberinto

Plancha V de la colección Carceri d'Invencione de Piranesi
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"El verdadero horror de las Carceri reside menos en unas cuantas y misteriosas escenas de tormento que en la indiferencia de esas hormigas humanas vagando dentro de espacios inmensos, y cuyos grupos diversos no parecen comunicarse casi nunca entre sí, ni siquiera percatarse de su respectiva presencia y aún menos darse cuenta de que, en un rincón oscuro están dando tormento a un condenado. Y el rasgo más inquietante de esta pequeña multitud, quizá sea la inmunidad al vértigo. Ligeros, muy a gusto en esas alturas delirantes, estos mosquitos no parecen advertir que se hallan al borde del abismo."
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Marguerite Yourcenar
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Giovanni Battista Piranesi (Mogliano Veneto, 1720 – Roma, 1778) arquitecto y grabador, realizó más de 2.000 grabados de edificios reales e imaginarios, estatuas y relieves de la época romana así como diseños originales para chimeneas y muebles. Una de las primeras y más renombradas colecciones de grabados de Piranesi fueron sus "Prisiones" (Carceri d'Invenzione, 1745-1760), en donde transformó las ruinas romanas en fantásticos y desmesurados calabozos dominados por enormes y oscuros pasadizos, empinadas escaleras a increíbles alturas y extrañas galerías que no conducen a ninguna parte. Estos hermosos pero inquietantes grabados, fruto del delirio creativo, pueden sugerirnos ser expresión del abismal y caótico laberinto en el que puede verse reflejada la complejidad y el misterio de la psique humana en su aspecto más atormentado. Marguerite Yourcenar en un análisis de éstas obras escribe: "Esos lugares de reclusión donde se elimina el tiempo y las formas de la naturaleza viva, esas habitaciones cerradas que tan pronto se transforman en cámaras de tortura, pero en donde sus habitantes, en su mayoría, parecen encontrarse peligrosa y obtusamente a gusto, esos abismos sin fondo y, no obstante, sin salida, no son una prisión cualquiera: son nuestros infiernos". Aldous Huxley encuentra en estos grabados un mundo ficticio, pero al mismo tiempo siniestramente real, claustrofóbico y sin embargo megalómano que no deja de recordarnos aquél en que la humanidad moderna se encierra más cada día.
En el relato Informe sobre ciegos, que aparece intercalado en la novela Sobre héroes y tumbas del escritor argentino Ernesto Sábato, nos encontramos con un texto donde se narra una laberíntica inmersión por lugares oscuros de la mente humana teniendo como telón de fondo el subsuelo de Buenos Aires, y donde quizá descubramos, a parte de interesantes aspectos simbólicos , también la metáfora que apunta Huxley .
Me he atrevido acompañar los últimos fragmentos que dejo a continuación de Informe sobre ciegos, con los grabados que forman parte de la colección de las llamadas Carceri de Piranesi, al parecerme tanto unos como otros, de llegar a encontrarse.

XXXIII


TROPEZANDO en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en una habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió. Recuerdo que en medio de mi caos pensé: "estoy perdido". y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en una laberíntica construcción de la que jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. "No debo perder mi lucidez", pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fuí hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable. Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente. Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en una escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterraneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.






XXXIV

A MEDIDA que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de aquellos canales subterraneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas abría una de las llamadas "bocas de tormenta", o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser fatal sino indeciblemente asqueroso.
Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno.
Más de una vez había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera u otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.

¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias. Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amad
as románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la inmensurable Basura de Buenos Aires.
Y todo marchaba hacia la Nada del océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de la verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad.
¡Exploradores de la Inmundicia, testimonios de la Basura y de los Malos Pensamientos!
Sí, de pronto me sentí una especie de héroe, de héroe al revés, héroe negro y repugnante, pero héroe. Una especie de Sigfrido de las tinieblas, avanzabdo en la oscuridad y la fetidez con mi negro pabellón restallante, agitado por los huracanes infernales. ¿Pero avanzando hacia qué? Eso es lo que no
alcanzaba a discernir y que aun ahora, en estos momentos que preceden a mi muerte, tampoco llego a comprender.
Legué por fin a lo que había imaginado sería una boca de tormenta, pues desde allí venía aquella débil luminosidad que me había ayudado a marchar por el canal. Era, en efecto, la desembocadura de mi canal en otro más grande y casi rugiente. Allá, muy arriba, había una pequeña abertura lateral, que calculé tendría casi un metro de largo por unos veinte centrímetros de alto. Era imposible pensar siquiera en salir de ahí, dada su estrechez y, sobre todo, su inaccesibilidad. Desalentado, tomé, pues, a mi derecha, para seguir el curso del nuevo y más vasto canal, imaginando que de ese modo, tarde o temprano, tendría que dar en la desmbocadura general si es que antes la atmósfera pesada y mefítica no me desmayaba y me precipitaba en la inmunda correntada.
Pero no había marchado cien pasos cuando, con inmensa alegría, vi que desde mi estrecho sendero salía hacia arriba una escalera de piedra o de cemento. Era , sin lugar a dudas, una de las salidas o entradas que utilizaban los obreros que de cuando en cuando se ven obligados a penetrar en esos antros.
Animado por la
perspectiva, subí por la escalerilla. Después de unos seis o siete escalones doblaba hacia la derecha. Seguí mi ascenso durante un tramo más o menos igual al primero y así llegué a un rellano desde donde se entraba en un nuevo pasadizo. Empecé a caminar por él, llegando por fin a otra escalerilla semejante a las anteriores, pero, mi gran sorpresa, descendente.
Vacilé unos momentos, perplejo. ¿Qué debería hacer? ¿Volver para atrás, al canal grande y seguir mi marcha hasta encontrar una escalera ascendente? Me extrañaba que hubiese nuevamente que bajar, cuando lo lógico era subir. Imaginé, sin embargo, que la escalerilla anterior, el pasadizo que acababa de recorrer y esta nueva escalerilla descendente, constituían algo así como un puente sobre un canal transversal; tal como sucede en las estaciones de subterráneo donde hay combinación para otra línea. Pensé que siguiendo en la misma dirección de todos modos, no podía sino salir finalmente a la superficie de una manera u otra. Así que reinicié la marcha: descendí por la nueva escalera y luego proseguí por otro pasaje que se habría a su término.

XXXV (...)

XXXVI

MIENTRAS fuí avanzando, aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en la que creí haber estado era un gigantesco anfiteatro que se levantaba sobre una planicie bañada por una luminiscencia entre rojiza y violácea de un astro muchísimo más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que estaba cercano a su fin. Uno de esos astros que, con los últimos restos de enegía, bañan frígidos y abandonados planetas, con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran sala silenciosa produce una chimenea cuyos leños se han consumido y en la que escasamente perduran brasas casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor que, en el silencio de la noche, nos sume en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y paises remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte, hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar a la deriva en una balsa sobre aguas apenas vivientes.
¡Comarca de melancolía!
Abrumado por la desolación y el silenco, quedé largo tiempo inmóvil.
Hacia el poniente, sobre el crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes de desgarrados algodones empapados en sangre, se recortaban unas torres derruídas por los milenios y acaso por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre continente. Esqueletos de alta
s hayas, cuyas siluetas cenicientas constrastaban sobre los rojos violáceos de las nubes, hacían suponer que todo habría comenzado o terminado por un incendio planetario.
Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su ombligo brillaba un faro fosforescente que parecía parpadear, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos.
Tuve la certeza que allí acabaría mi largo peregrinar y que, tal vez, en aquel aciago reducto encontraría por fin el sentido de mi existencia.
Hacia el septentrión, el paramo terminaba en una cordillera lunar, como la espina dorsal de un monstruoso dragón. Hacia el borde meridional, en cambio, sobresalían cráteres apagados, que probablemente eran los restos de volcanes que en otro tiempo calcinaron esa comarca con sus torrentes de lava.
El Ojo fosforescente parecía llamarme y de pronto sentí que estaba destinado a marchar hacia la gran estatua.
Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía, y tuve la sensación de que se hubiese encogido y endurecido. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oñia en aquel imperio, y una melancolía se levantaba como una bruma en el fúnebre territorio.
Volví a comtemplar las torres, preguntándome sobre mi misión, antes del cataclismo. ¿Podrían haber sido el reducto de feroces y misántropos gigantes?
Durante un tiempo que me es imposible computar, porque el astro permanecía fijo en el firmamento, marché hacia ellas, y cuanto más me acercaba mayor era su majestad y su misterio.
Las conté: eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de una enorme ciudad. Estaban construídas en piedra negra, destacándose más así sobre aquel firmamento desgarrado por las deshilachadas nubes rojizas.
En el centro de aquel colosal polígono distinguía ya con nitidez la estatua de la Gran Deidad, terrible y nocturna, con poder sobre la vida y la muerte. Las torres hacían guardia en torno de ella. Estaba hecha con piedra ocre, su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en brillante basalto. Sus manos y sus pies terminaban en garras. No tenía rostro. La fosforescencia del Ojo se debía, tal vez, al reflejo de un fuego interior, porque ya era intenso, ya vacilaba o disminuía.
La gran planicie que le rodeaba mostraba restos calcinados, como un estático museo del horror: ídolos de ojos amarillos en mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idoltría con indescifrables inscripciones.
Era una comarca donde sólo parecía celebrarse una sola ceremonia de la muerte. Me sentí de pronto tan desamparado que grité. Y mi grito se perdió en aquel silencio absoluto.
Proseguí mi marcha, porque el Ojo me llamaba inequívocamente, hasta llegar a la muralla poligonal donde guardaba a la Deidad. Calculé que tenía la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran muchísimo más altas.
Yo sabía que debía haber una entrada para que yo pudiese pasar, y quizá sólo era eso. En ese momento mi espíritu estaba dominado por la certeza de que todo aquello ( las torres, la desolada comarca, muralla, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que unicamente por eso no se había derrumbado ya hacia la nada. De modo que una vez yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un milenario simulacro. Después de marchar durante agotadoras jornadas di finalmente con la puerta. En ella se iniciaba una escalinata de piedra que seguramente conducía al Ojo. Miles de escalones habría de subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme, pero el fanatismo y la desesperación me poseían y así inicié el descenso.
Durante un tiempo que no podía precisarse, porque el astro permanecía en el mismo lugar, mis pies destrozados y mi corazón midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio. Nadie me ayudaba con sus plegarias, ni siquiera con su odio: era una lucha que yo solo debía librar. M
uchas veces desfallecí y hasta perdí el conocimiento, pero al despertar reemprendía el ascenso. El Ojo aumentaba su tamaño y eso me daba ánimos y a la vez pavor.
Y cuando llegué ante Él, caí de rodillas, y permanecí de ese modo largo rato.
Hasta que una Voz que salía o parecía salir de aquel Ojo, dijo estas palabras: "Ahora entra. Éste es tu comienzo y tu fin."
Me incorporé y, ya enceguecido por el resplandor, entré. El fulgor intenso pero equívoco, como característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo tunel de carne, en que me fue preciso trepar sobre mi vientre. Tuve la mpresión de que aquel fulgor provenía de lo alto, que adivinaba como una gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, semejante al que en la noche de los trópicos, navegando en el mar de los Sargasos, había entrevisto mirando hacia las profundidades oceánicas; combustión fluorescente que en el silencio de esas fosas alumbra regiones pobladas de monstruos, que no salen a la superficie sino en ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos, abandonados a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegando durante décadas a la deriva, fantasmas llevados y traídos al azar por las corrientes marinas y por los vientos, hasta que las lluvias, los tifones, el sol de ls trópicos y el tiempo pudren y desgarran sus cascos y sus mástiles para concluir carcomidos por la sal y por el yodo, por los hongos y los peces, desapareciendo finalmente en las profundidades.
Algo me sucedió a medida que ascendía en aquel resbaladizo y sofocante túnel de carne: mi cuerpo se convirtió en pez, mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas, mi piel se cubría de escamas.
El resplandor que provenía de lo alto se hacía más y más intenso. Y en el silencio creía oír nuevamente aquel quejido o llamado, algo que me recordaba, como en un sueño, hechos remotísimos que no podía precisar.
Mi cuerpo-pez apenas podía ya deslizarse por aquel agujero y ya no subía por mi propio esfuerzo, pues me era imposible mover las aletas: eran las contracciones de aquella carne que me apretaban las que me succionaban hacia lo alto. En aquel último tramo de mi ascenso pasaron ante mí rostros que parecían contemplarme, escenas de infancia, ratas en un granero de Capitán Olmos, sombríos prostíbulos, locos que gritaban palabras incomprensibles, mujeres que me mostraban su sexo abierto con sus manos, cuervos merodeando sobre caballos muertos en la pampa, un molino de viento en la estancia de mis padres, borrachos que hurgaban en tachos de basura, pájaros vengativos que se lanzaban sobre mis ojos con sus picos.
Hasta que entré en la caverna, hundiéndome en un líquido caliente y gelatinoso.
Entonces perdí el conocimiento.

XXXVII

IGNORO el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza pesaba como si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterraneos, la aparición de la Ciega,
el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso que mi cuerpo hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella sombría región.
Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que no alcanzaba oír, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exarcebados y mi instinto que me lo anunciaba. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, tenía la certeza de su aproximación. Cerré los ojos como si quisiera así evitar lo que había de producirse, hasta que la sentí a los pies de mi cama observándome.
Hecho curioso: pensé que había llegado hasta mí en virtud de un incomprensible pero tenaz llamamiento de mí mismo. Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé como explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años.
Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de nausea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debía llamar negra -la que debe existir en el infierno-, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de los mástiles los espectrales fuegos de San Telmo; de ese modo veía ahora cómo aquella fluorescencia que bañaba el cuarto se desprendía de la punta de los dedos, de sus cabellos electrizados, de sus pestañas, de sus pezones anhelosos como brújulas de carne ante la cercanía del poderoso imán que la había traído a través de territorios delirantes. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza.
Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi como se acercaba lenta y lascivamente. Y cuando sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga de la Gran Raya Negra que dicen habita en las fosas submarinas.
Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche, todo fue una sola pero infinita jornada. Asistí a catástrofes y torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), tuve edades geológicas, creo recordar un turbulento paisaje con arcaícos helechos recorrido por pterodáctilos. Una luna turbia iluminaba pantanos fétidos entre ardientes arenales.
Como una bestia en celo corrí hacia una mujer de piel negra y ojos violetas, que me esperaba aullando. Sobre su cuerpo sudoroso veo todavía su sexo abierto, entré con furia en aquel volcán de carne que me devoró. Luego salí y ya sus fauces sangrientas ansiaban un nuevo ataque. Corrí hacia ella como un unicornio lúbrico, atravesando pantanos en que a mi paso se levantaban cuervos que chillaban, y entre nuevamente en aquella cueva.
Sucesivamente, fui serpiente, pez-espada, pulpo con tentáculos que entraban uno después de otro y vampiro vengativo para ser siempre devorado. En medio de una tempestad, entre relámpagos, fue prostituta, caverna y pozo, pitonisa. El aire electrizado se llenó de alaridos y debí satisfacer una y otra vez su voracidad como rata fálica, como mástiles de carne. La tempestad se hacía cada vez más terrible y confusa: bestias cohabitaban con la mujer, hasta su sexo fue cavado por ratas.
Sacudido por los rayos, temblaba aquel territorio arcaico. Por fin la luna estalló en pedazos, que incendiaron los inmensos bosques, desncadenando la destrucción total. La tierra se abrió y se hundió entre cangrejales. Seres mutilados corrían entre las ruinas, cabezas sin ojos buscaban a tientas, intestinos se enredaban como lianas inmundas, fetos eran pisoteados en medio de la bazofia.
El universo entero se derrumbó sobre nosotros.

XXXVIII
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NADA puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí.
Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitaión, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables.
¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso ¡y sobre todo! la tenebrosa jornada final.
También se que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mi mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien deba ir, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio.
La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿como nadie puede escapar a su propia fatalidad?
Aquí termino, pues mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo.
Son las doce de la noche. Voy hacia allá.
Sé que ella estrará esperándome.




Decoración para una chimenea, diseño original de Pirnesi
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Nota: Las tres últimas planchas no pertenecen a la colección de las Carceri.

Recomendaciones:
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ERNESTO SABATO, Sobre héroes y tumbas. Seix Barral
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http://www.scribd.com/doc/17479547/Yourcener-Marguerite-El-Negro-Cerebro-de-Piranesi
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http://rubens.anu.edu.au/htdocs/bytype/prints/piranesi/display00055.html





2 comentarios:

Baruk dijo...

Hola Jan,

No había leído nunca a Sábato, y la verdad es que he terminado sus palabras con el alma encogida.

La metáfora a la que aludes se me escapa. Si el ánimo de quién se halla en el laberinto contiene la mínima esperanza de salir de allí, en este caso no hay lugar. El horror y la dsesperación hacen de la propia mente un lugar infernal, incapaz de contener la esperanza.

Abrazines

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Jan dijo...

Pues sí, Baruk, la verdad que el relato de Sábato deja sin aliento, y no es precisamente una lectura en plan libro de autoayuda balsámicamente esperanzador. Me parece un texto abierto a muchas interpretaciones, una de ellas como metáfora prometeica como la que apunta Huxley en su análisis de las "carceri" de Piranesi, del complejo mundo artificial creado por el hombre moderno, resultado de su "ciega" ambición y que acaba convirtiéndose en una laberíntica carcel. Puede recordar también aspectos del mundo de Kafka.
Todo esto, claro, son elucubraciones mías conociendo el texto completo, y si tú te animaras a leer el resto de capítulos, aun después de haberte dejado el alma encogida, muy posiblemente te sugeriría otras cosas.

Abraçada y bones vacances...