Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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sábado, 8 de septiembre de 2012

La experiencia mística espontánea

Salvador Dalí, El nacimiento de una divinidad (1960)



"El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de donde viene ni a donde va"

Juan 3, 5-8
"


Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue"


Heráclito de éfeso



Michel Hulin en el capítulo La experiencia mística espontánea incluido en su obra La mística salvaje, analiza desde un trasfondo psicológico testimonios descritos por algunas personas no adscritas a tradición religiosa alguna, y que según el, podrían ser consideradas como experiencias "místicas". Se trata de estados vivenciados como una repentina sensación de comunión espiritual con el entorno circundante, dentro de una realidad atemporal que aparece frecuentemente de forma súbita, inesperada, en personas ajenas a preocupaciones religiosas. En muchos casos se produce una ruptura o modificación del paisaje mental, "como si, en el 'cine interior', la película habitual en blanco y negro hubiera sido bruscamente reemplazada por una película en color".
Aunque sean calificadas tales experiencias como "espontaneas", el autor no pretende decir que carezcan completamente de causas, tan solo que éstas no parecen relacionarse con el inmediato acontecer, pero sí adivinarse como factores desencadenantes. Ejemplos como la soledad, estados de convalecencia, deambular por los bosques, etc... serían condiciones propiciatorias. (En otro capítulo trata sobre estados alterados de la conciencia inducidos por drogas)
Algo común entre estas experiencias y las que han dejado escritas los místicos en todas las épocas de las diferentes religiones es hacer patente la incapacidad del lenguaje humano para traducir en palabras lo experimentado, para expresar cierto orden de realidad, pero al mismo tiempo emitiendo un mensaje que apunta a esa Realidad. Mensaje que suele transmitirse dentro de un clima de "felicidad" o "beatitud", surgiendo ésta carente de todo objeto, que no se manifiesta como consecución de satisfacciones mundanas obtenidas como realización de un deseo, un éxito personal o de superación de una situación de peligro. "Se asemeja a la floración de un cactus en pleno desierto: inopinada, improbable, mágica". En algunas ocasiones puede parecer recompensar duros sacrificios, pero en otras "desprecia al espiritual asceta visitando al menos digno de acogerla". No es algo que se merezca, tenga que justificarse o dar razones. "El viento sopla donde quiere".


La experiencia mística espontánea
Por
Michel Hulin


Los testimonios de que ahora quisiéramos valernos son muy diversos, tanto por la personalidad de sus autores, su edad, su medio social, su carácter, sus convinciones religiosas o la ausencia de ellas, como por el marco y las circunstancias por ellos vividas. Igualmente , estas últimas difieren de forma notable unas de otras, a la vez en sí mismas -por su intensidad, su tonalidad afectiva, su contenido representativo- y por la manera, más o menos detallada, más o menos comprometida o distanciada, en que son relatadas. Y, sin embargo, esta misma diversidad contribuye paradójicamente, a crear una impresión general de unidad, más exactamente de convergencia: como si todos los que aquí, y se ignoran unos a otros, trataran sin saberlo de hacer sus testimonios consonantes, a través y más allá de los múltiples condicionamientos psicológicos, culturales, lingüísticos, etc..., cuya marca llevan todavía sus palabras. Por supuesto, esto no impide que algunos privilegien imágenes, impresiones afectivas o temas metafísicos particulares, mientras que otros parecen ignorarlos. Por consiguiente, podemos repartir esas experiencias según su conformidad con ciertos tipos, a condición, no obstante, de no perder nunca de vista el carácter relativo y provisional, de hecho fundamentalmente práctico, de tales clasificaciones. Comenzaremos por algunas experiencias cuyo denominador común podría describirse como la transfiguración repentina -aparentemente inexplicable- de un entorno más o menos lúgubre o siniestro, mientras que la conciencia de sí de quien observa la escena, o, más bien, la vive, no parece sufrir modificaciones esenciales. He aquí en primer lugar el relato de un americano, N. M., vivo en nuestra época y al que se describe como intelectual:

La habitación en la que me encontraba daba al patio trasero de unos bloques habitados por negros. Los edificios eran decrépitos y repugnantes, el suelo estaba cubierto de tablas, trapos y detritus. De repente, cada objeto de mi campo de visión empezó a asumir una forma de existencia dotada de una curiosa intensidad. En realidad, todas las cosas se presentaban provistas de un "interior", parecían existir en el mismo modo que yo mismo, con una interioridad propia, una especie de vida individual. Y, vistas bajo ese aspecto, todas ellas parecían extraordinariamente hermosas. Allí, en el patio, había un gato que, con la cabeza levantada, seguía indolentemente el vuelo de una avispa que se movía, sin desplazarse realmente, justo encima de él. Una misma tensión vital animaba al gato, la avispa, las botellas rotas (...), todas las cosas enrojecían con un brillo que emanaba del interior de sí mismas.

Otra experiencia, muy similar por el tipo de circunstancias en la que sobrevino y por el efecto de transfiguración del marco exterior, es la de Miss Montague. Difiere sin embargo de la vivida por N. M. en que el arrobamiento, asociado de forma bastante natural a esa transfiguración, se produce aquí con una claridad muy superior. La autora de este testimonio había estado hospitalizada para una operación quirúrgica. Después de varias semanas de larga convalecencia (el episodio sucedió en marzo de 1915), su cama de ruedas fue llevada, por primera vez, a una especie de mirador desde el que podía contemplar el jardín del hospital "con sus ramas desnudas y sus montones de nieve medio derretida , de un gris sucio más que blanco". Su relato se desarrolla así:

De manera completamente inesperada (pues jamás había soñado algo así) mis ojos se abrieron y, por primera vez en mi vida, tuve una visión fugitiva de la belleza extática de lo real... No vi nada nuevo, pero vi todas las cosas habituales a una luz nueva y milagrosa, a la que, creo, es su verdadera luz. Percibí el extraño esplendor, la alegría, que hace imposible todo intento de descripción por mi parte, de la vida en su totalidad. Cada uno de los seres humanos que pasaban por el mirador, cada gorrión en su vuelo, cada rama que oscilaba al vient0, eran parte integrante del todo, como absorbidos en ese loco éxtasis de alegría, de significado, de vida embriagada. Vi esta belleza presente en todas partes. Mi corazón se fundió y me abandonó, por decirlo así, en un arrobo de amor y de delicias (...). Una vez al menos, en medio de la monotonía de los días de mi vida, había visto el corazón de la realidad, había sido testigo de la verdad.

(...) Abordaremos ahora otra serie de testimonios en los que la experiencia, sin ser necesariamente más "profunda", se presenta bajo una luz bastante diferente. Su característica dominante es la desaparición más o menos completa de la frontera que separa el interior de lo exterior, el Yo del no Yo. Esta desaparición reviste formas diversas. Unas veces el exterior está como absorbido en lo interior. El Yo se convierte en una especie de burbuja de luz en cuyo interior se despliega el paisaje del mundo con la diversidad infinita de las escenas que allí se representan. Tal vez se trate aquí de ese "espacio interior del mundo" (Weltinnenraum) del que habla Rilke. A veces, por el contrario, el interior parece disolverse en el exterior. El yo se siente dispersado hasta el infinito en las cosas exteriores, manteniendo, paradójicamente, una conciencia indivisa de sí mismo. A veces, en fin -signo probable de una equivalencia fundamental de los dos movimientos citados-, la experiencia está marcada por un perpetuo flujo y reflujo en el que las fronteras del Yo y del no Yo se desplazan sin cesar, avanzando la una mientras retrocede la otra, y a la inversa. Es de la primera forma de la experiencia, aquella en la que el mundo llamado "exterior" se siente como presente físicamente "en" el mismo sujeto, de donde surge, sin duda, el testimonio siguiente, debido al escritor irlandés Forres Reid:

Era como si nunca hubiera comprendido antes hasta qué punto el mundo es hermoso. Estaba tumbado de espaldas en el musgo tibio y seco y escuchaba el canto de las alondras que subían hacia el cielo claro, desde los campos cercanos al mar. Ninguna música me procuró nunca el mismo placer que aquel canto apasionadamente alegre. Era como un arrobamiento palpitante y exultante (...), un sonido brillante, parecido a una llama. Fue entonces cuando una extraña experiencia se abatió sobre mí. Se habría dicho que todo lo que me rodeaba se encontraba súbitamente en mi interior. Era en mí donde los árboles hacían oscilar su verde ramaje, en mí donde la alondra cantaba, en mí donde brillaba el cálido sol y se extendía la fresca sombra. Una nube se extendió en el cielo y un ligero chaparrón vino a crepitar sobre el follaje. Sentía que su frescura se derramaba sobre mi alma y percibía en todo mi ser el olor delicioso de la hierba, de las plantas, de la rica tierra negra. Habría podido llorar de alegría.

Sin embargo, en la mayoría de los casos esta absorción del mundo en la conciencia no se presenta de manera tan clara o, quizá, no se describe en términos tan abiertamente "idealistas". Lo que domina entonces, como en los dos ejemplos siguientes, es la noción de una apertura que se produce súbitamente. Gracias a ella, la impresión habitual dominante de estar a distancia del mundo exterior, por próximo que esté objetivamente, de estar separado de él, desaparece o se debilita. La conciencia, que se golpeaba desde siempre con cristales invisibles de las "ventanas de los sentidos", encuentra de repente una salida y puede llegar a mezclarse con las cosas, en una intimidad inaccesible a todas las formas de relación constituidas sobre el modelo de la mirada:

Aquel día no debía andar mucho tiempo (...), y pronto me senté, entre sol y sombra, apoyado en un árbol al borde de un claro. No sabría decir cuánto tiempo llevaba allí cuando esto se desencadenó bruscamente, y si leía, debí de abandonar muy rapidamente mi lectura para concentrar mi atención con gran intensidad en el lugar en que me encontraba. Contrariamente a la naturaleza propia de los instantes que parecen revelar sobre todo una presencia detrás de las apariencias, fue una apertura la que se produjo. Una misteriosa correspondencia, comparable a un fluido que atravesara varios cuerpos, se estabeció entre mí, el musgo que cubría el tronco de los árboles, los rayos del sol y una mosca verde y dorada que se mantenía en el aire sin desplazarse. Admiraba el rápido movimiento de sus alas que las hacía invisibles, y entonces (...), sin que yo sepa cómo, hubo una conmoción de todo mi ser. Los objetos que estaban a mi alrededor, que seguía viendo, se difuminaron ligeramente: no me afectaban ya por sí mismos, sino en tanto que sostén o símbolo de otra cosa. En realidad, lo que percibí en aquel instante fue la Fuerza única que atraviesa todas las cosas y de la que el rápido aleteo de la pequeña mosca había sido el elemento conductor... Permanecí mucho tiempo como alelado, sin movimiento y absolutamente extraño a todo salvo al goce inmenso que este descubrimiento me había procurado. Me sentía a la vez aligerado y enriquecido. Yo había conocido a menudo intensos momentos de "comunión con la naturaleza", pero ese tipo de contemplaciones poéticas me hacían sufrir habitualmente al transmitirme demasiado el sentimiento de mi impotencia (para poder alcanzar y penetrarlo todo). Esta vez fue muy distinto: algo vino a mí que no me exigió ningún esfuerzo para ser recibido, y me llené completamente de ello.

Este testimonio de Jaques Masui se puede acercar a su vez a las líneas en que George Bataille relata, en un lenguaje más literario y sobre todo más dramatizado, lo que fue su primer éxtasis, una noche de tormenta, en pleno bosque, durante el verano de 1939:

Me estremecí y creo que iba a echarme a reir, entregado a un exceso de horror e incertidumbre (...). En el camino de vuelta, a pesar de un estado de fatiga extrema, caminaba sobre gruesas piedras que habitualmente me doblaban los pies, como si yo fuera sólo una sombra ligera. En aquel momento no buscaba nada, pero el cielo se abrió. Y vi (...). La gitación perdida de un día sofocante por fin se había roto, se había volatizado la cáscara (...). De una tormenta lejana brotaban relámpagos sin cesar (...). Pero la fiesta del cielo era pálida junto a la aurora que despuntaba. No exactamente en mí: no puedo, en efecto, asignar lugar a lo que no es más comprensible ni menos brusco que el viento. Estaba sobre mí, por todas partes, la aurora...

(...) En los testimonios hasta aquí ofrecidos predomina el elemento sensorial, la emoción y lo imaginario. Sin duda, cierta convicción relativa a la esencia de la Realidad, tal como se desvelaba en esos momentos privilegiados, les subyace. Pero no se expresa por sí misma. Todo lo más, aflora a través del recurso preferente a ciertas imágenes o giros del lenguaje. En otros sujetos, en cambio, para quienes los conceptos abstractos revisten sin duda una importancia mayor, las mismas experiencias, o experiencias muy semejantes, se encuentran espontáneamente traducidas a un lenguaje que es ya casi el de la filosofía. La nota dominante es la del retorno al Fundamento, al nunc stans, a la unidad originaria más acá de los pares de opuestos. Ésta se despliega en el sentido de una identificación del Bien y lo Real, y se acompaña de la certeza de que la "salvación" está ya ahí, ya conseguida, a la vez para sí mismo y para todos los seres humanos, incluso para todos los seres vivos. El relato dejado por el psiquiatra canadiense Richard Maurice Bucke (hacia 1880), por ejemplo, comienza, como muchos otros, por describir las circunstancias bastante anodinas en las que sobrevino esta experiencia: una noche que había transcurrido discutiendo con amigos, después un trayecto de vuelta bastante largo en coche de caballos durante el cual su espíritu volvía distraídamente sobre los temas abordados en la conversación anterior. Nada dejaba prever lo que seguiría:

De golpe, sin ningún signo de advertencia, me encontré envuelto en una nube del color de una llama. Por un instante, pensé en un fuego, en un inmenso incendio que asolaba el interior de esta gran ciudad, en algún barrio cercano al que yo me encontraba. Un instante después, comprendí que el incendio estaba en mí. A continuación, me vi sumido en un sentimiento de exaltación, una alegría inmensa acompañada o seguida inmediatamente por una iluminación intelectual imposible de describir. Entre otras cosas, tuve ocasión no ya de creer, sino de ver, que el universo, lejos de estar echo de materia inerte, es, al contrario una Presencia viva. Tomé conciencia de la vida eterna en mí mismo. No era la convicción de que la poseería un día, sino más bien que la poseía ya. Vi que todos los hombres son inmortales, que el orden cósmico está dispuesto de este modo, que todas las cosas actúan conjuntamente para el bien de cada uno y de todos. Vi que el principio fundador del mundo, de todos los mundos, es lo que nosotros llamamos amor y que la felicidad de todos y de cada uno es, a largo plazo, absolutamente segura. La visión no duró más que algunos segundos, pero su recuerdo, unido a la noción de la realidad de su contenido, se ha mantenido a través del cuarto de siglo que ha pasado desde entonces.

Más interesante todavía, tal vez, es el relato de Dorothea Spinney (hacia 1950) que conocemos gracias a Robert C. Zaehner. Esta inglesa de nuestro tiempo se expresa en algunas partes -observa Zaehner- en los mismos términos de las Upanishads, de las que, sin embargo, al parecer, ella no tenía el menor conocimiento:

Me senté en la cama para mirar a través de la gran ventana, justo frente amí, y contemplé desde allí las luces que se reflejaban en las estrechas calles fangosas de aquella pequeña ciudad. Pensaba en el agrado que producía a Charles Lamb la claridad de las farolas sobre los adoquines mojados, cuando de repente una bruma de un color blanco azulado, translúcido, brillante, sustrajo de mis ojos este mundo y toda experiencia de estar allí que yo tenía. Con la bruma me llegó una paz y una alegría inefables (...). Apenas se puede describir una experiencia en la que se es arrebatada en... en ¿qué? Algo sobre lo que nunca había leído, sobre lo que jamás había meditado, cuya existencia nunca había conocido, del mismo modo que un niño, antes de nacer, no puede comprender una descripción de este mundo. La bruma se hizo más densa, y a medida que se volvía más profunda, el conocimiento, el consuelo, el resplandor, la paz, en una palabra, el éxtasis, se ahondaron igualmente, hasta que "Yo" parecí ser "Eso" y "Eso" pareció ser "Yo". Estábamos confundidos, mezclados, fusionados... Toda yo era conciencia, despertar, y sin embargo, cuando volví en mí, no había nada que contar. Cuando estaba sumergida, estaba en todo lo que ha sido, fue y será; ahora me doy cuenta de que el ser humano mide el espacio y el tiempo, nada es antes o después, sino simultáneo, todo está ahí. De repente, la bruma, la luz, desaparecieron igual que habían surgido. Seguía sentada en mi cama, agarrando la sábana, con los ojos muy abiertos, mirando las luces de la calle. Mi primer pensamiento fue: "¡Bien! Debajo de todo existe esta calma, esta alegría esta seguridad...". Luego me sucedió algo curioso. Miré el mundo exterior por la ventana, palpé los muebles de mi habitación y me dije: "Qué extraño, este mundo es una sombra. He tocado lo Real y lo que siempre está "ahí"; todo este mundo que conocí será en adelante irreal. ¿Por qué está ahí? ¿Para experimentar qué?".

Casi todas las experiencias a las que aquí recurrimos implican, de una forma u otra, una superación del tiempo, al menos de una superación del tiempo tal como ordinariamente se vive. En muchos casos, sin embargo, esa superación no se indica más que de pasada, en medio de otros temas místicos que llaman más la atención. O no se expresa por sí misma, sino que debe ser deducida por el lector de ese efecto de "ruptura", experimentado siempre por el sujeto tanto al principio como al final de la experiencia. En cambio, Richard Jefferies, poeta y ensayista inglés del siglo XIX, sitúa la superación del tiempo en el centro mismo de su visión extática. Sin duda, es también lo que se denomina un "místico de la naturaleza", pero el espectáculo de la naturaleza representa para él, ante todo, la ocasión de volver a sumirse en lo recurrente, en lo cíclico y, finalmente, en lo intemporal. Como prueba, este ensueño meditativo en medio de un cementerio, más exactamente de un rural cemetery a la inglesa, donde las tumbas se difuminan en el paisaje:

El gran reloj del firmamento, el sol y las estrellas, la luna creciente, la tierra que gira dos mil veces no son para mí nada más que la corriente del arroyo cuando he sacado la mano; mi alma no ha estado jamás, y jamás puede estar sumergida en el tiempo (...). Al comprender tan claramente la presencia de mi propia conciencia interna, la psique, no puedo comprender el tiempo. La eternidad está ahí ahora. Yo estoy dentro de ella. Está a mi alrededor en el brillo del sol. Yo estoy en ella como la mariposa que baila en el aire saturado de luz. Nada hay por venir. Todo está ya ahí. Ahora la eternidad, ahora la vida mortal. Aquí, en este instante, cerca de estos túmulos, ahora, vivo en ella. Cuando todas las estrellas han llevado a cabo su revolución, no producen más que un nuevo Ahora. La continuidad del Ahora dura siempre. De manera que me parece absolutamente natural, y no sobrenatural, que el alma, cuya envoltura temporal ha sido enterrada bajo este túmulo, exista ahora, mientras yo estoy sentado en el césped. ¡El pensamiento es mucho más profundo que los millones de kilómetros del firmamento! La maravilla está aquí, no allí; ahora, no luego, siempre ahora. Las cosas que se han llamado equivocadamente sobrenaturales me parecen simples, más naturales que la naturaleza, que la tierra, que el mar o el sol. Es infinitamente más natural tener un alma que no tenerla; y que la inmortalidad exista. Es la materia la que es lo sobrenatural, y la que es difícil de comprender. ¿Por qué este terrón de tierra que tengo en mi mano? ¿Por qué esta agua, cuyas gotas brillantes caen de mis dedos, que he mojado en el arroyo? ¿Por qué existen? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Con qué objetivo?

En ciertos casos, por último, es la estructura misma de la experiencia consciente la que, unificándose cada vez más, termina por disolver en sí misma todos los pensamientos, todos los recuerdos, todas las percepciones, hasta el punto de aprehenderse a sí misma no ya como la impotencia o desvalimiento de una mirada ávida de imágenes procedentes del exterior, sino como una plenitud indiferenciada que, gratuitamente, soberanamente, deja que las formas emanen de sus profundidades para cogerlas de nuevo libremente. Una página del Diario de Amiel describe así esa concentración de la psique sobre sí que la India llama samadhi:

La calle está silenciosa, un rayo de sol cae en mi habitación, un recogimiento profundo se hace en mí; oigo latir mi corazón y pasar mi vida (...), la inmensidad tranquila, la calma infinita del reposo me invade, me penetra, me subyuga. Me parece que me he vuelto una estatua en las orillas del río del tiempo (...), en estos momentos, parece que mi conciencia se retira a su eternidad. Ve circular en su interior sus astros y su naturaleza, con sus estaciones y sus miríadas de cosas individuales, se apercibe de su misma sustancia, superior a toda forma, que contiene su pasado, su presente y su futuro, vacío que todo lo encierra, medio invisible y fecundo, virtualidad de un mundo que se libera de su propia existencia para recuperarse en su intimidad pura. En estos instantes sublimes, el cuerpo ha desaparecido, el espíritu se ha simplificado y unificado; pasiones, sufrimientos, voluntades, ideas, se han reabsorbido en el ser, como las gotas de lluvia en el océano que las engendra. Este estado es contemplación y no estupor. No es doloroso, ni alegre, ni triste; está fuera de todo sentimiento especial, como de todo pensamiento finito. Es la conciencia del ser y la conciencia de la omniposibilidad latente en el fondo de ese ser. Es la sensación del infinito espiritual. Es el fondo de la libertad.

4 comentarios:

Como dijo...

Me gusta eso del "cine interior en blanco y negro" y que de repente se convierte en color, aunque sería más bien en que de repente se ve en alta definición, 3D, dolby surround... hasta que vuelves al blanco y negro, claro, je je

Un saludo,

Jan dijo...

Hemos de suponer Como, que la experiencia a la que te refieres es inducida y no espontánea como en principio se presentan las aquí narradas. No tengo experiencia ni en una ni en otra, pero por los términos utilizados para definir la de tu comentario se podría pensar que ésta es de Última Tecnología ;-)

Saludos

Baruk dijo...

Pues hay algo que has escrito que, conociendo la inquietud que te mueve, posiblemente te lo habrás planteado alguna vez. Yo al menos, sí.

Bajo la sospecha (casi certeza) que lo realmente sobrenatural es la materia, cuando miras a tu alrededor, te preguntas lo mismo que el testimonio que has relatado:

¿Por qué este terrón de tierra que tengo en mi mano? ¿Por qué esta agua, cuyas gotas brillantes caen de mis dedos, que he mojado en el arroyo? ¿Por qué existen? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Con qué objetivo?

Por qué?!!

Muy interesante la entrada Jan.

Abrazines

Jan dijo...

Sí, Baruk

esa sensación a la que te refieres, de percibir con determinado extrañamiento, perplejidad o maravillamiento, la "realidad" que se despliega a nuestro alrededor me parece muy interesante de experimentar. Bajo esa percepción uno siente que se desembaraza de la visión convencional y rutinaria de las cosas, como si éstas se nos presentaran por primera vez. Algunos pensadores de la Antigüedad occidental, como Lucrecio, ejercitaban esa percepción del mundo con una finalidad, la de facilitar la apertura de una ventana por la que apercibirse del esplendor del mundo.

"Si el espectáculo del mundo se apareciese bruscamente e inopinadamente bajo nuestra mirada, la imaginación sería incapaz de concebir algo más maravilloso".

A lo que se puede añadir "y misterioso".

El ejercicio principal consistía en hacer el esfuerzo de "separarse del pasado y del futuro concentrándose en el momento presente", por el que el individuo se situaría en una "perspectiva cósmica".

Creo que esta respuesta ha quedado como un anticipo de lo que trata una entrada que tenía previsto publicar en unas semanas y que viene muy al hilo. Para dar continuación a tu planteamiento la adelantaré a la próxima semana.

Hasta pronto